Amado, no imites lo malo, sino lo bueno. El que hace lo bueno es de Dios; pero el que hace lo malo, no ha visto a Dios. 3 Juan 11

Dios Te Ama... Búscalo.

La clave de la victoria

Por Keila Ochoa
¿Victoria? ¿En nuestra vida? Hasta suena como una lejana compañera de cuna que se ha mudado. ¿Qué pasa con la cristiandad? ¿Por qué vemos tantos creyentes derrotados o descontentos? ¿No será que hemos olvidado el mensaje del evangelio? Quizá parte del problema radica en que el evangelio ha sido contaminado por ideas falsas.
Pienso en dos ejemplos:

El pecado
En esta época de Nueva Era y superación personal recogemos la noción incorrecta de que «en el fondo» el ser humano es bueno. El cristiano, al saberse salvo del infierno, minimiza su pecado, lo ve como poca cosa u olvida lo detestable que este es ante Dios.

Los problemas
Se predica un evangelio que lleva a la prosperidad; se ofrece un cuento de hadas donde «todos viven felices». Pero cuando llegan las tribulaciones el creyente pregunta por qué, y las respuestas no satisfacen. De este modo, las expectativas creadas resultan falsas.

La realidad nos dice que el creyente no está exento de días buenos y malos. En su libro How people change (Cómo cambia la gente), los autores Lane y Tripp nos explican que todos cruzaremos el desierto, al igual que los israelitas. Incluso en la tierra prometida, así como ellos lucharon contra gigantes, nosotros hallaremos tormentas. Ciertamente el sol abrasador de las pruebas arderá sobre nosotros, e incluso las bendiciones, la miel y el fruto abundante pueden tornarse en un criadero de pecado y tristeza. No olvidemos que fue en Canaán donde más se prostituyeron los hebreos tras dioses falsos.

Todo esto nos hace reflexionar: ¿Qué pasa entonces? Un atento análisis revelará que el problema no está en las circunstancias ni en las demás personas. En general tendemos a culpar a otros o a insinuar que si «esto» o «aquello» cambiara seríamos mejores. Sin embargo, la raíz del mal se encuentra dentro de nosotras mismas.
La clave no está en las situaciones externas sino en cómo respondemos a ellas. Por esta razón, el problema no es el tráfico, sino mi ira no controlada. El asunto no se complica con un jefe irracional, sino con el rencor que le guardo.
No se trata de un mal día de trabajo, sino de mi poca paciencia que me convierte en una mujer explosiva. Tristemente, nuestras primeras reacciones espontáneas generalmente conllevan pecado. Recibir una herencia puede concebir envidias, orgullo, avaricia, codicia o autosuficiencia. Un cáncer puede hacer brotar enojo, resentimiento, impaciencia o blasfemia. Sin embargo, ante este sombrío panorama, la Biblia nos presenta la única solución: el verdadero evangelio, es decir, Cristo mismo. La cruz no sólo nos salva al momento de creer, sino que nos libra de las aflicciones diarias. La cruz nos recuerda que Cristo ya pagó la deuda, tomó nuestro lugar, nos declaró inocentes y limpió nuestros pecados, pero al mismo tiempo nos señala que seguimos habitando estos cuerpos y que nuestra naturaleza pecaminosa continúa latente.
Por lo tanto, siempre dependemos de la gracia de Dios. Para lograr una respuesta correcta y santa ante cualquier escenario requerimos de los mismos dos elementos de nuestra conversión: fe y arrepentimiento. El camino de la salvación y el de la santificación necesitan la cruz.


Fe

Debemos creer que Dios quiere y puede cambiarnos, confiar en que el Espíritu Santo trabaja incansablemente para formar en nosotras la imagen de Cristo y tener la seguridad de que Dios producirá en nosotras conductas que lo glorifiquen.

Arrepentimiento

Debemos estar concientes de que no podemos solas. El pecado es una infección y ni los ejercicios espirituales, las buenas intenciones o las filosofías tomadas de la psicología, recubiertas de lenguaje cristiano, conseguirán lo que sólo Jesús puede hacer: un transplante de corazón. Debemos confesar nuestras faltas y nuestro orgullo, aceptando con humildad la gracia divina. Esta sumisión a Dios nos permitirá ver con nuevos ojos el desierto; entonces de nuestro interior brotarán amor, mansedumbre y bondad.

Veamos el ejemplo siguiente para ilustrar lo que venimos discutiendo:

Teresa ignora por qué está triste. Los días malos rebasan los buenos. Odia cómo se ve. Su peso le da inseguridad. Prueba cada nueva dieta, pero sólo termina más derrotada. Le lastima saber que su esposo Julio está en la oficina rodeado de mujeres atractivas. Ciertas mañanas ni siquiera desea levantarse, lo hace solamente porque debe alimentar a sus hijos y a su esposo pero, a la primera oportunidad, cuando todos se marchan, regresa a la cama.
Teresa es una hija de Dios. Sin embargo, ¿qué le ocurre? El sol abrasador de las pruebas ha venido sobre ella. Ha pasado días difíciles: discusiones con su marido, la batalla con su peso y la falta de dinero en casa. Desafortunadamente, Teresa está reaccionando de manera negativa. Ha permitido que el pecado controle su vida. Se encuentra deprimida y da rienda suelta a sus celos, descuidando su hogar.

¿Qué debe hacer? ¡Volver los ojos a la cruz! Una mirada a la cruz de Cristo le dirá quién es. Teresa es una hija de Dios. Es amada y protegida. Su futuro es prometedor. Un día irá a la presencia de Cristo y vivirá con él por siempre. Cristo no sólo vino a cambiar lo que era —una pecadora—, sino que le ha dado una nueva identidad como su hija.
Teresa medita en todo esto y lo cree. Lee las citas bíblicas que hablan del poder de la cruz, en especial Romanos 8, y comprende que a pesar de que siempre ha vivido repitiendo los últimos versículos, no había prestado atención a la primera parte. Comprende que no hay condenación para aquel que confía en Cristo, pero que tampoco puede permitir que la naturaleza pecaminosa la domine. Entonces, pide perdón por su poco control sobre la comida y acepta que no puede sola contra esa tentación. Confiesa que ha sido áspera con Julio y descuidada con sus hijos. En oración, le ruega a Dios que la ayude pues necesita de su gracia.

¿Y qué hace Dios? ¡Cumple sus promesas! Cada mañana, en lugar de mirarse al espejo para criticarse, Teresa recuerda que Dios trabaja en ella para un futuro glorioso y un presente prometedor. En lugar de quejarse, prepara el desayuno con una sonrisa. Agradece el alimento que Dios creó, pero también estudia la pirámide alimenticia y balancea su comida. Se vuelve más cariñosa con Julio, no tan aprehensiva y… ¡se da cuenta que Julio la quiere! En consecuencia, como él la ama, ella está más que dispuesta a verse bien y decide ejercitar su cuerpo.
Todavía hay dificultades económicas. Dos semanas después se entera de que su suegra padece cáncer; es decir, la historia sigue pero Teresa ha aprendido que el cambio se da durante las pruebas. La forma en que ella reaccione determinará las consecuencias. Aún más, ha entendido que no puede sola, sino que depende de Cristo. Como dice Colosenses, Teresa está completa en él.

¿Victoria? Es segura cuando acudimos al único que nos la puede dar: Jesús.


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